martes, 23 de octubre de 2007

Más que pajarillos


¿Por qué, pues, quieres derramar fuera tus fuentes, el agua de tu río por las plazas? Es una pregunta inquietante que nos hace uno de los libros sapienciales (Prov. 5, 5).
Jesús, nuestro Señor, la Sabiduría cuando habitó entre los hombres parece empeñado especialmente en hacernos comprender los exquisitos cuidados que la Trinidad Santísima dedica a cada uno de nosotros. ¿No se venden cinco pajarillos por dos ases? Pues bien, ni uno sólo de ellos queda olvidado ante Dios. Aún más, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis: vosotros valéis más que muchos pajarillos (Luc 12, 6-7). Nada de lo nuestro escapa al amor paternal de Dios Uno y Trino. Y llama de conti­nuo a las puertas de nuestra alma, en busca de amor.
El camino para encontrar esa fuente divina, de la que nos hablaba San Josemaría, está en nosotros mismos: a Dios le tenemos en el centro de nuestra al­ma en gracia.. Sin hacer gazmoñerías, encontraréis facilidad para meteros en la oración mientras trabajáis, cuando vais por la calle, cuando no queráis mirar cosas que os apartan de Dios. Hay que buscar al Señor en la ora­ción y en la Eucaristía, en el Pan y en la Palabra. Pero insisto en que hay que hacerlo con tozudez: os diría gráficamente que, si es preciso, hay que llevar lo que sea a hombros.
Como anhela el ciervo las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo iré y veré la faz del Señor?
(Salmo 41, 2-3). La liturgia aplica estas palabras al afán del alma cristiana por unirse con Jesucristo en el Santo Sacramento del Altar. Es la Eucaristía la mayor dá­diva divina, el colmo de la donación trinitaria y fuen­te inextinguible de vida interior: “el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed nunca más, sino que el agua que Yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna''. (Juan 4, 14)
Con esta disposición hemos de acercarnos al Se­ñor en la Eucaristía, no sólo cuando está sobre el al­tar o en las manos del sacerdote, durante el Sacrificio de la Misa, sino también cuando se queda reservado en el Sagrario. Allí se halla realmente presenté Jesu­cristo, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, y con su Divinidad (...). Me agrada remacharlo una y otra vez, haciendo actos de fe.
Hijos, ¡tratádmelo bien! No me lo dejéis solo en el Sagrario. Hacedle toda la compañía que os sea posi­ble materialmente, y luego con el corazón, cuando es­téis trabajando, id al Sagrario y decidle piropos: que os vea entregados, fieles, enamorados, con deseos since­ros de llenaros de Dios.

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